El
viejo baúl
En un sótano del número nueve de la calle Taller encontré un viejo baúl. Yacía
por completo abandonado bajo restos apenas reconocibles de atrezzo y
bambalinas. Un telón raído con olor a moho lo cubría y un dorado cordón
deshilachado servía de cierre. Allí estaba el baúl de los recuerdos, custodio
de bellos sueños por siempre guardados.
Cuando abrí la tapa saltaron sobre mí siluetas borrosas al principio.
Ansiosas por explicar sus historias me hablaban todas a la vez. Prometí escucharlas
si me lo contaban por orden. Al saberse objeto de atención cobraron forma y sus
figuras aparecieron hermosas. Y así me explicaron de sus idas y venidas, de sus
avatares, de esos ojos ceñudos que a veces vislumbraban a través de lo que
ellos denominaban, La Ventana, y de cómo habían ido a parar al baúl del
olvido.
El cajón.
Me resultaron personajes muy agradables y los solté a través de la puerta,
a los escalones del exterior. Solo tenían que subir para alcanzar el mundo y la
libertad.
Tímidos, me miraban sin decidirse a avanzar por aquel tramo.
—Estáis preparados. Extendeos por el mundo en diáspora y cruzad el
horizonte y más allá. Pues lo imposible ha dejado de serlo. ¡Habéis salido de
vuestro encierro! ¡Lo habéis logrado!
Y entonces los vi irse, me decían adiós con la mano, o dejaban una suave
sonrisa atrás, o no hacían ningún ruido, o seguían a los demás con la cabeza
gacha y las manos en los bolsillos.
Cerré la puerta, me di la vuelta, no quería verlos partir, pero deseaba
su dicha. Y les oí repartirla en algarabía, sobre el cielo y la tierra y en el
espacio que hay en medio, y los pájaros la dibujaron en las nubes y las rosas
la escribieron en los jardines. Eran libres y todo el mundo lo sabía.
Explicaban su historia una y otra vez. Y quien se cruzaba con ellos quedaba
embelesado.
No pude reprimir echar una última mirada a través del ventanuco.
—Adiós —murmuré con la mano a medio levantar— dulce Sara. Hasta la vista,
brujas pillinas. Alexander, mejor no te digo nada, pero te sigo con la mirada. Inspector
Gibbs, cuídeme esta panda. Tomás, no busque en las esquinas más. Imposible
olvidarte, Ela. Hasta pronto chica que hablas con el alma. Pedro y Luis, con la
vida por delante. Vuela, querido Héctor. Queridos todos. Hasta luego.
Y recosté la espalda contra la madera de la pared. Me mordí el labio
inferior. Cerré los ojos.
El mundo es vuestro, chicos. Pensé con satisfacción. Abrí los ojos y regresé al
baúl. Lo miré un momento cavilando cualquier cosa antes de entrar. Y entré.
Bajé la tapa. Y me dormí. Feliz. Como un sueño.
Isabel Laso —
Úna Fingal
Dedicado con afecto y admiración a los escritores que he tenido el placer
de conocer en este taller. Agripino Matesanz, Ángeles Bosch, Carlos Segovia,
Efraim Suárez, Herminia Meoro, Javier Trescuadras, Mª Isabel Rodríguez Fuertes,
Miguel Hernández García y Miguel Martínez Larráyoz.
Una parte de mí ha quedado cautiva de vuestras artes. Nos veremos a
través de la ventana y entre papeles.
Barcelona, 2 de septiembre de 2013